martes, 8 de abril de 2014

Análisis familiar de un corazón de niña

Supongo que vengo de una familia disfuncional. Y digo supongo porque como crecí en ese ambiente no me di cuenta de lo que pasaba hasta ya bien entrados mis veintes. En mi casa hubo risas, y domingos familiares. Viajes, y felices navidades. En mi casa el almuerzo era sagrado y los fines de semana nos metíamos todos en la cama a ver películas en piyama. Mis amigas querían tener una mamá como la mía. Y aunque no entendía mucho a mi papá, las aventuras más divertidas las viví a su lado.  

Papá y mamá trabajaban de más, los veía poco. Crecí rodeada de viajes y de niñeras. Crecí de forma abrupta cuando por la profesión de mis padres me tocó hacerme cargo de dos hermanos menores. Y no es que no tuviera a mi alcance herramientas tales como la señora del aseo, el chofer o la niñera, simplemente me adjudiqué un papel de madre con tan sólo diez años; Igual siempre fui más madura de lo que aparentaba. A los seis años hice mi primer viaje en avión sola, así que supongo que hacerme cargo de mis hermanitos era tarea fácil para una niña aventurera. 

Las cosas en mi casa siempre fueron un cuento de hadas, en donde todo estaba perfecto, donde todos éramos felices y en donde desde fuera se podía palpar la palabra hogar. Sin embargo, entrada mi adolescencia comencé a tener problemas tanto existenciales, como familiares. Me sentía totalmente ajena a los míos. Peleaba con mamá por cualquier cosa, recriminaba a papá por culpar a mamá de los castigos que se me imponían. Odiaba con todo mí ser a mi familia, y me refugiaba, cuando no estaba castigada, en otras casas, en otros brazos y en cualquier cosa que me hiciera salir del caos, aunque esas cosas generalmente eran puro caos. Me convertí en una adolescente rebelde y existencialista, como todos los chicos de esa edad, con la diferencia que yo me iba bien a los extremos. 

Las disfunciones familiares que se me heredaron se convirtieron en patrones bien marcados que guiaron mi vida por muchos años, y que hasta la fecha siguen saliendo a flote una noche de copas, un domingo por la tarde o en una cita romántica. 

Mis padres decidieron divorciarse a mis dieciocho años. Decidieron divorciarse de una manera complicada de entender. Lo hicieron cuando yo estaba de viaje y lo supe hasta que volví 6 meses después. Fue justo en ese momento que salieron a flote todas esas incongruencias en las que, por protección o lo que fuere, nos habían metido a mis hermanos y a mí. 

Desde pequeños, como lo mencioné anteriormente, nos pintaron una familia mágica y unida. Cuando ellos dos se separaron se rompieron mil realidades a las que nos habíamos aferrado. De un momento a otro tuvimos que dejar ir a papá, de un momento a otro tuvimos que aceptar la depresión y culpas hacía él de mamá. De un momento a otro tuvimos que crecer, con una partecita interna fracturada. De un momento a otro tuvimos que aceptar realidades de ambos que no veíamos. De un momento a otro, la familia, la unidad y la estabilidad se rompieron tan fácilmente como una delicada copa de cristal. El divorcio se vive fácil, lo complicado viene después. Cuando tus padres forman un campo de batalla y tú quedas en medio. Cuando tu madre pierde las ganas y tu padre se queda en la calle. Cuando tu madre se refugia en el alcohol, y tu padre en la tristeza. No por un momento, sino por años. Eso es lo complicado. Y es justo ahí, cuando deciden mandarte a terapia a curar heridas que ellos mismos habían generado. 

Posiblemente la mayoría de nosotros vengamos de familias complicas, algunas más que otras, sin embargo el dolor que vive un niño es el mismo, y sobre todo la forma en que dicho dolor marca tu vida es exactamente igual. Algunos lo arrastran por años, otros lo dejan ir una vez que lo entendieron y muchos otros lo ocultan y lo sacan en forma de conductas infantiles a su edad adulta. Es increíble como en la mayoría de los casos nuestros padres simplemente trataron de amarnos y educarnos de la mejor manera para ellos, es increíble como cosas que para ellos eran normales pudieron marcarnos tanto. Y es más increíble aún que siendo adultos nos cueste tanto reconocer que ellos también son seres humanos y que la manera en la que nos amaron fue la que les enseñaron. Cuesta mucho ver a papá y mamá como simples personas que cometen errores. Pero también cuesta mucho más ir por la vida sin aceptar esta realidad y culparlos a ellos por lo bien o mal que llevamos nuestra vida. 

Supongo que por más que perdone a mis padres, aunque desde mi punto de vista no haya nada que perdonar pero sí mucho que agradecer, debo perdonarme a mí misma por seguir patrones que no me llevaban a ningún lugar y que además me hacían daño. Supongo que el truco está en aceptar la grandeza de tus papás, con todos sus errores, porque gracias a ellos soy lo que soy. Gracias a la ausencia de ambos, aprendí a ser independiente y aprendí rápidamente a ser mamá. Gracias a los sube y baja de mi madre, aprendí a tener la capacidad de mandar todo al carajo y comenzar de nuevo cuando sea necesario. Gracias a su depresión, aprendí a sacar un fuego interno llamado voluntad. Gracias a los tantos cambios de país, aprendí a tener una visión más amplia del mundo y gané un alma aventurera y libre. Gracias a las crisis económicas aprendí a ganarme las cosas con trabajo y esfuerzo. Gracias a su divorcio aprendí que el amor va más allá de un matrimonio y que hay que curarse a uno primero para encontrarse con otro. Gracias a ellos aprendí el valor de la familia.  En fin, gracias a ellos, estoy viva. Gracias a ellos siempre tuve comida, techo y educación. Gracias a ellos me gradué de la universidad. Gracias a las locuras de mi madre, siempre me atreví a soñar en grande. Y gracias a la simpleza de mi padre, siempre aprendí a encontrar la alegría en todo momento.  Gracias a ellos crecí rodeada de amor, y con todo y todo, los volvería a elegir como padres si tuviera que hacerlo. Y supongo dentro de algunos años mis hijos tendrán heridas que yo no quise causar. 




No hay comentarios:

Publicar un comentario