Supongo que vengo de una familia
disfuncional. Y digo supongo porque como crecí en ese ambiente no me di cuenta
de lo que pasaba hasta ya bien entrados mis veintes. En mi casa hubo risas, y
domingos familiares. Viajes, y felices navidades. En mi casa el almuerzo era
sagrado y los fines de semana nos metíamos todos en la cama a ver películas en
piyama. Mis amigas querían tener una mamá como la mía. Y aunque no entendía
mucho a mi papá, las aventuras más divertidas las viví a su lado.
Papá y mamá trabajaban de más, los veía
poco. Crecí rodeada de viajes y de niñeras. Crecí de forma abrupta cuando por
la profesión de mis padres me tocó hacerme cargo de dos hermanos menores. Y no
es que no tuviera a mi alcance herramientas tales como la señora del aseo, el
chofer o la niñera, simplemente me adjudiqué un papel de madre con tan sólo
diez años; Igual siempre fui más madura de lo que aparentaba. A los seis años
hice mi primer viaje en avión sola, así que supongo que hacerme cargo de mis
hermanitos era tarea fácil para una niña aventurera.
Las cosas en mi casa siempre fueron un
cuento de hadas, en donde todo estaba perfecto, donde todos éramos felices y en
donde desde fuera se podía palpar la palabra hogar. Sin embargo, entrada mi
adolescencia comencé a tener problemas tanto existenciales, como familiares. Me
sentía totalmente ajena a los míos. Peleaba con mamá por cualquier cosa,
recriminaba a papá por culpar a mamá de los castigos que se me imponían. Odiaba
con todo mí ser a mi familia, y me refugiaba, cuando no estaba castigada, en
otras casas, en otros brazos y en cualquier cosa que me hiciera salir del caos,
aunque esas cosas generalmente eran puro caos. Me convertí en una adolescente
rebelde y existencialista, como todos los chicos de esa edad, con la diferencia
que yo me iba bien a los extremos.
Las disfunciones familiares que se me
heredaron se convirtieron en patrones bien marcados que guiaron mi vida por
muchos años, y que hasta la fecha siguen saliendo a flote una noche de copas,
un domingo por la tarde o en una cita romántica.
Mis padres decidieron divorciarse a mis
dieciocho años. Decidieron divorciarse de una manera complicada de entender. Lo
hicieron cuando yo estaba de viaje y lo supe hasta que volví 6 meses después.
Fue justo en ese momento que salieron a flote todas esas incongruencias en las
que, por protección o lo que fuere, nos habían metido a mis hermanos y a
mí.
Desde pequeños, como lo mencioné
anteriormente, nos pintaron una familia mágica y unida. Cuando ellos dos se
separaron se rompieron mil realidades a las que nos habíamos aferrado. De un
momento a otro tuvimos que dejar ir a papá, de un momento a otro tuvimos que
aceptar la depresión y culpas hacía él de mamá. De un momento a otro tuvimos
que crecer, con una partecita interna fracturada. De un momento a otro tuvimos
que aceptar realidades de ambos que no veíamos. De un momento a otro, la
familia, la unidad y la estabilidad se rompieron tan fácilmente como una
delicada copa de cristal. El divorcio se vive fácil, lo complicado viene
después. Cuando tus padres forman un campo de batalla y tú quedas en medio.
Cuando tu madre pierde las ganas y tu padre se queda en la calle. Cuando tu
madre se refugia en el alcohol, y tu padre en la tristeza. No por un momento,
sino por años. Eso es lo complicado. Y es justo ahí, cuando deciden mandarte a
terapia a curar heridas que ellos mismos habían generado.
Posiblemente la mayoría de nosotros
vengamos de familias complicas, algunas más que otras, sin embargo el dolor que
vive un niño es el mismo, y sobre todo la forma en que dicho dolor marca tu
vida es exactamente igual. Algunos lo arrastran por años, otros lo dejan ir una
vez que lo entendieron y muchos otros lo ocultan y lo sacan en forma de
conductas infantiles a su edad adulta. Es increíble como en la mayoría de los
casos nuestros padres simplemente trataron de amarnos y educarnos de la mejor
manera para ellos, es increíble como cosas que para ellos eran normales
pudieron marcarnos tanto. Y es más increíble aún que siendo adultos nos cueste
tanto reconocer que ellos también son seres humanos y que la manera en la que
nos amaron fue la que les enseñaron. Cuesta mucho ver a papá y mamá como
simples personas que cometen errores. Pero también cuesta mucho más ir por la
vida sin aceptar esta realidad y culparlos a ellos por lo bien o mal que
llevamos nuestra vida.

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